Saturday, November 18, 2006

Quilca


Jr. Quilca es parte del antiguo camino Inca que unía la costa central con los Andes. Cuando Lima es fundada esa antigua via no lograba ajustarse al modelo urbano de la nueva ciudad. Era ya entonces, una calle anómala a los ojos del conquistador. No obstante se mantuvo como camino, pues permitía el desplazamiento hacia los Andes, función que iría dejando de lado y pasando a ser, al cabo de los años, en una calle delgada y vana.
Quilca no tendría mayor trascendencia hasta la década del 20 del ultimo siglo cuando sirve de referencia para ubicar el aristocrático Teatro Colon en una esquina de la flamante Plaza San Martín, que era a su vez la máxima expresión del proyecto urbano copiado del plan parisino de Haussmann. Curiosamente pese a que la aristocracia limeña se ubico simbólicamente próxima a Quilca, jamás se posiciono de ella. Cerca estaba el ya mencionado Teatro Colon, el exclusivo Club Nacional, (de donde saldrían una noche de 1935 Antonio Miro Quesada y esposa para ser fulminados en la esquina de Quilca precisamente), pero nuestra callecita se mantuvo ajena a los avatares de la ciudad. Así transcurrió su vida hasta hace un poco más de 20 años, cuando la vieja calle tomo nueva vida; ya no como el antiguo camino indio, tampoco como la calle criolla, fueron esa vez extraños habitantes de una ciudad paralela, que en búsqueda de un lugar de encuentro y reconocimiento inventaron un espacio para ellos. No conquistaron nada, solo tomaron lo marginado, lo reedificaron y le dieron nueva vida. A semejanza de las viejas ciudades burguesas, fomentaron el intercambio de ideas que entre lucidas y absurdas fue configurando un nuevo espíritu, rebelde, inconforme y subversivo, entonces el espacio se torno en área libre, la anarquía gano terreno y se volvió en un lugar común. No área perdida sino zona liberada (en una sociedad autoritaria como la peruana la libertad extrema no se puede entender sino como desorden). Entonces la aristocracia del club vecino -espantada- la proscribió y espero la ocasión para dar muerte al lugar donde cholos, negros y blancos, transformados en una maravillosa masa móvil, compartían sus fantasías.
Quilca no la invento Pizarro, ni Leguía ni la Municipalidad de Lima, menos el Club Nacional, la creo un grupo de intelectuales rebeldes, gente de barbas crecidas y de aliento macerado, (consecuencia segura del Queirolo o de Don Lucho). Sus libros en venta no los trae El Virrey; ni Crisol, los trae el triciclo y el pobre; al igual que sus discos y fanzines, las plaquetas llegan de las manos de sus autores marginales. En síntesis, Quilca tiene vida propia y es insondable como autentica.
Ahora sus extraños habitantes son amenazados por la intolerancia del grupo de espantados de siempre guiados por quien funge de autoridad de una ciudad que desconoce. Y pretende apoderarse cual conquistador de la calle liberada mientras se asoman con tolditos rojos a la calle adoquinada.
Quilca es el pedazo de una ciudad nueva por muchos despreciada, es la señal de una ciudad paralela viviente, desgraciadamente próxima a las fauces del homogenizador.