Sunday, December 06, 2009

VOLVER A EMPEZAR (artículo de Eduardo Galeano)


Ahora que algunos conmemoran la caída del muro de Berlín para celebrar la caída del comunismo, este artículo de Eduardo Galeano, escrito en mayo de 1990, no puede ser más pertinente.



En Bucarest, una grúa se lleva la estatua de Lenin. En Moscú, una multitud ávida hace cola a las puertas de McDonald's. El abominable muro de Berlín se vende en pedacitos, y Berlín Este confirma que está ubicado a la derecha de Berlín Oeste. En Varsovia y en Budapest, los ministros de Economía hablan igualito que Margaret Thatcher. En Pekín también, mientras los tanques aplastan a los estudiantes. El Partido Comunista Italiano, el más numeroso de Occidente, anuncia su próximo suicidio. Se reduce la ayuda soviética a Etiopía y el coronel Mengistu descubre, súbitamente, que el capitalismo es bueno. Los sandinistas, protagonistas de la revolución mas linda del mundo, pierden las elecciones: «Cae la revolución en Nicaragua», titulan los diarios.

Parece que ya no hay sitio para las revoluciones, como no sea en las vitrinas del Museo Arqueológico, ni hay lugar para la izquierda, salvo para la izquierda arrepentida que acepta sentarse a la diestra de los banqueros. Estamos todos invitados al entierro mundial del socialismo. El cortejo fúnebre abarca, según dicen, a la humanidad entera.

Yo confieso que no me lo creo. Estos funerales se han equivocado de muerto.

En Nicaragua, pagan justos por pecadores
La perestroika, y la pasión de la libertad que la perestroika desató, han hecho saltar por todas partes las costuras de un asfixiante chaleco de fuerza. Todo estalla. A ritmo de vértigo, se multiplican los cambios, a partir de la certeza de que la justicia social no tiene por qué ser enemiga de la libertad ni da la eficiencia. Una urgencia, una necesidad colectiva: la gente ya no daba más, la gente estaba harta de una burocracia tan poderosa como inútil, que en nombre de Marx le prohibía decir lo que pensaba y vivir lo que sentía. Toda espontaneidad era culpable de traición o locura.

¿Socialismo, comunismo? ¿O todo esto era, más bien, una estafa histórica? Yo escribo desde un punto de vista latinoamericano, y me pregunto: si así fue, si así fuera, ¿por qué vamos a pagar nosotros el precio de esa estafa? En ese espejo nunca estuvo nuestra cara.

En las recientes elecciones de Nicaragua, la dignidad nacional ha perdido la batalla. Fue vencida por el hambre y la guerra; pero también fue vencida por los vientos internacionales, que están soplando contra la izquierda con más fuerza que nunca. Injustamente, pagaron justos por pecadores. Los sandinistas no son responsables de la guerra, ni del hambre; ni cabe atribuirles la menor cuota de culpa por cuanto ocurría en el este. Paradoja de paradojas: esta revolución democrática, pluralista, independiente, que no copió a los soviéticos, ni a los chinos, ni a los cubanos, ni a nadie, ha pagado los platos que otros rompieron, mientras el Partido Comunista local votaba por Violeta Chamorro.

Los autores de la guerra y del hambre celebran, ahora, el resultado de las elecciones, que castiga a las víctimas. El día siguiente, el gobierno de los Estados Unidos anunció el fin del embargo económico contra Nicaragua. Lo mismo había ocurrido, años atrás, cuando el golpe militar de Chile. Al día siguiente de la muerte de Allende, el precio internacional del cobre subió por arte de magia.

En realidad, la revolución que derribó a la dictadura de la familia Somoza no tuvo, en estos diez años largos, ni un minuto de tregua. Fue invadida todos los días por una potencia extranjera y sus criminales de alquiler, y fue sometida a un incesante estado de sitio por los banqueros y los mercaderes dueños del mundo. Y así y todo se las arregló para ser una revolución más civilizada que la francesa, porque a nadie guillotinó ni fusiló, y más tolerante que la norteamericana, porque en plena guerra permitió, con algunas restricciones, la libre expresión de los voceros locales del amo colonial.

Los sandinistas alfabetizaron Nicaragua, abatieron considerablemente la mortalidad infantil y dieron tierra a los campesinos. Pero la guerra desangró al país. Los daños de guerra equivalen en una vez y media al Producto Bruto Interno, lo que significa que Nicaragua fue destruida una vez y media. Los jueces de la Corte Internacional de La Haya dictaron sentencia contra la agresión norteamericana, y eso no sirvió para nada. Y tampoco sirvieron para nada las felicitaciones de los organismos de las Naciones Unidas especializados en educación, alimentación y salud. Los aplausos no se comen.

Los invasores rara vez atacaron objetivos militares. Sus blancos preferidos fueron las cooperativas agrarias. ¿Cuántos miles de nicaragüenses fueron muertos o heridos, en esta década, por orden del gobierno de los Estados Unidos? En proporción, equivaldrían a tres millones de norteamericanos. Y sin embargo, en estos años, muchos miles de norteamericanos visitaron Nicaragua y fueron siempre bien recibidos, y a ninguno le pasó nada. Sólo uno murió. Lo mató la contra. (Era muy joven y era ingeniero y era payaso. Caminaba perseguido por un enjambre de niños. Organizó en Nicaragua la primera Escuela de Clowns. Lo mató la contra mientras medía el agua de un lago para hacer una represa. Se llamaba Ben Linder).

La trágica soledad de Cuba
Pero, ¿y Cuba?, ¿No ocurre también allí, como ocurría en el este, un divorcio entre el poder y la gente? ¿No está la gente, también allí, harta del partido único y la prensa única y la verdad única?

«Si yo soy Stalin, mis muertos gozan de buena salud», ha dicho Fidel Castro, y por cierto que no es ésta la única diferencia. Cuba no importó desde Moscú un modelo prefabricado de poder vertical, sino que fue obligada a convertirse en una fortaleza para que su todopoderoso enemigo no se la almorzara con cuchillo y tenedor. Y fue en esas condiciones que este pequeño país subdesarrollado logró algunas hazañas asombrosas: hoy por hoy, Cuba tiene menos analfabetismo y menos mortalidad infantil que los Estados Unidos. Por lo demás, a diferencia de varios países del este, el socialismo cubano no fue ortopédicamente impuesto desde arriba y desde afuera, sino que nació desde muy adentro y creció desde muy abajo. Los muchos cubanos que han muerto por Angola o han dado lo mejor de sí por Nicaragua a cambio de nada, no han estado cumpliendo sumisamente, y a contracorazón, las órdenes de un Estado policial. Si así hubiera sido, sería inexplicable: nunca hubo deserciones y siempre sobró fervor.

Ahora Cuba está viviendo horas de trágica soledad. Horas peligrosas: la invasión de Panamá y la desintegración del llamado campo socialista influyen de la peor manera, me temo, sobre el proceso interno, favoreciendo la tendencia a la cerrazón burocrática, la rigidez ideológica y la militarización de la sociedad.

Cara y cruz de los nuevos tiempos
Ante Panamá, Nicaragua o Cuba, el gobierno de los Estados Unidos invoca la democracia como los gobiernos del este invocaban el socialismo: a modo de coartada. A lo largo de este siglo, América Latina ha sido invadida más de cien veces por los Estados Unidos. Siempre en nombre de la democracia, y siempre para imponer dictaduras militares o gobiernos títeres que han puesto a salvo al dinero amenazado. El sistema imperial de poder no quiere países democráticos. Quiere países humillados.

La invasión de Panamá fue escandalosa, con sus siete mil víctimas entre los escombros de los barrios pobres arrasados por los bombardeos; pero más escandalosa que la invasión fue la impunidad con que se realizó. La impunidad, que induce a la repetición del delito, estimula al delincuente. Ante este crimen de soberanía, el presidente Mitterrand hizo sonar su discreto aplauso y el mundo entero se cruzó de brazos, después de pagar el impuestito de una que otra declaración.

En este sentido, resulta elocuente el silencio, y hasta la mal disimulada complacencia, de algunos países del este. ¿La liberación del este implica luz verde para la opresión del oeste? Yo nunca compartí la actitud de quienes condenaban al imperialismo en el mar Caribe, pero aplaudían o se callaban la boca cuando la soberanía nacional era pisoteada en Hungría, Polonia, Checoslovaquia o Afganistán. Puedo decirlo, porque no tengo cola de paja: el derecho a la autodeterminación de los pueblos es sagrado, en todos los lugares y en todos los momentos. Bien dicen por ahí que las reformas democráticas de Gorbachov han sido posibles porque la Unión Soviética no corría el riesgo de ser invadida por la Unión Soviética. Y simétricamente, bien dicen por ahí que los Estados Unidos están a salvo de cuartelazos y dictaduras militares, porque en los Estados Unidos no hay embajada de los Estados Unidos.

Sin sombra de duda, la libertad es siempre una buena noticia. Para el este, que la está protagonizando con justo júbilo, y para todo el mundo. Pero, en cambio, ¿son una buena noticia los elogios al dinero y a las virtudes del mercado? ¿La idolatría del american way of life? ¿Las cándidas ilusiones de ingreso al Club Internacional de los Ricos? La burocracia, que sólo es ágil para acomodarse, se está adaptando aceleradamente a la nueva situación, y los viejos burócratas empiezan a convertirse en nuevos burgueses.

Hay que reconocer, desde el punto de vista latinoamericano y del llamado Tercer Mundo, que el difunto bloque soviético tenía, al menos, una virtud esencial: no se alimentaba de la pobreza de los pobres, no participaba del saqueo del mercado internacional capitalista y, en cambio, ayudaba a financiar la justicia en Cuba, en Nicaragua y en muchos otros países. Yo sospecho que esto será, de aquí a poco, recordado con nostalgia.

Una pesadilla realizada
Para nosotros, el capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada. Nuestro desafío no consiste en privatizar al Estado, sino en desprivatizarlo. Nuestros Estados han sido comprados, a precio de ganga, por los dueños de la tierra y los bancos, y todo lo demás. Y el mercado no es, para nosotros, más que una nave de piratas: cuanto más libre, peor. El mercado local, y el internacional. El mercado internacional nos roba con los dos brazos. El brazo comercial nos vende cada vez más caro y nos compra cada vez más barato. El brazo financiero que nos presta nuestro propio dinero, nos paga cada vez menos y nos cobra cada vez más.

Vivimos en una región de precios europeos y salarios africanos, donde el capitalismo actúa como aquel buen hombre decía: «Me gustan tanto los pobres, que siempre me parece que no hay suficiente cantidad». Sólo en Brasil, pongamos por caso, el sistema mata mil niños por día de enfermedad o de hambre. En América Latina, el capitalismo es antidemocrático, con o sin elecciones: la mayoría de la gente está presa de la necesidad y está condenada a la soledad y a la violencia. El hambre miente, la violencia miente: dicen pertenecer a la naturaleza, simulan formar parte del orden natural de las cosas. Cuando ese «orden natural» se desordena, los militares entran en escena, encapuchados o a cara descubierta. Como dicen en Colombia: «El costo de la vida sube y sube, y el valor de la vida baja y baja».

Pasito a paso
Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie. Un niño perdido, digo, pero no solo. Somos muchos. En todo el mundo, somos muchos.

A veces siento que nos han robado hasta las palabras. La palabra socialismo se usa, en el oeste, para maquillar a la injusticia; en el este, evoca al purgatorio, o quizás al infierno. La palabra imperialismo está fuera de moda y ya no existe en el diccionario político dominante, aunque el imperialismo sí existe y despoja y mata. ¿Y la palabra militancia? ¿Y el hecho mismo de la pasión militante? Para los teóricos del desencanto, es una antigualla ridícula. Para los arrepentidos, un estorbo de la memoria.

En pocos meses, hemos asistido al naufragio estrepitoso de un sistema usurpador del socialismo, que trataba al pueblo como a un eterno menor de edad y lo llevaba de la oreja. Pero hace tres o cuatro siglos, los inquisidores calumniaban a Dios cuando decían que cumplían sus órdenes; y yo creo que el cristianismo no es la Santa Inquisición. En nuestro tiempo, los burócratas han desprestigiado la esperanza y han ensuciado la más bella de las aventuras humanas; pero yo también creo que el socialismo no es el estalinismo.

Ahora hay que volver a empezar. Pasito a paso, sin más escudos que los nacidos de nuestros propios cuerpos. Hay que descubrir, crear, imaginar. En el discurso que Jesse Jackson pronunció poco después de su derrota, en los Estados Unidos, él reivindicó el derecho de soñar: «Vamos a defender ese derecho», dijo: «No vamos a permitir que nadie nos arrebate ese derecho». Y hoy, más que nunca, es preciso soñar. Soñar, juntos, sueños que se desensueñen y en materia mortal encarnen, como decía, como quería otro poeta. Peleando por ese derecho, viven mis mejores amigos; y por él algunos han dado la vida.

Este es mi testimonio. ¿Confesión de un dinosaurio? Quizás. En todo caso, es el testimonio de alguien que cree que la condición humana no está condenada al egoísmo y a la obscena cacería del dinero, y que el socialismo no murió, porque todavía no era: que hoy es el primer día de la larga vida que tiene por vivir.

Tuesday, December 01, 2009

“HACER LA HISTORIA DE LOS VENCIDOS” Testimonio del historiador Alberto Flores Galindo


El historiador Alberto Flores Galindo el último 28 de mayo hubiera cumplido 60 años de edad. Una inesperada y mortal enfermedad truncó su vida y sus proyectos de investigación el 26 de marzo de 1990. Este documento redactado en 1984, muestra a Flores Galindo en uno de sus universos preferidos: el del debate de las ideas, donde ya se vislumbran las ideas fundamentales con las que después escribiera Buscando Un Inca, su libro paradigmático.


Mis investigaciones han estado guiadas por problemas y estos han resultado del encuentro entre preocupaciones personales y demandas colectivas. Un historiador no puede prescindir de los destinatarios de sus investigaciones. La historia, como que es en realidad la organización de la memoria colectiva, tiene una ineludible dimensión social.

Mi primer libro estuvo dedicado a discutir el desencuentro entre la política y un movimiento social: el naciente comunismo peruano y el sindicalismo minero de los Andes centrales(1). Quería mostrar allí como la radicalidad no era sinónimo necesario de una transformación exitosa de la sociedad. Desde entonces he mantenido esta preocupación por las condiciones que explican la estabilidad y la crisis de una estructura social. He buscado sortear la tentación “determinista” delineando el perfil de las clases y los grupos a partir de sus comportamientos: la práctica política y la vida cotidiana.

Estas fueron precisándose durante mi estadía en París: allí pude conocer y aprovechar las lecciones de Ruggiero Romano, Pierre Vilar y Fernand Braudel. De regreso, enseñar en el Departamento de Sociología de la Universidad Católica me ayudo a proseguir con estas reflexiones.

Resultado de mi estadía en Europa fueron los artículos y ensayos que escribo sobre la revolución de Tupac Amaru II (2) .Al principio me interesó discutir algunas explicaciones verosímiles del mayor levantamiento campesino ocurrido en los Andes coloniales: ¿Quiénes fueron sus protagonistas? ¿Quién los llevo a una ruptura con su sociedad?

Pero las revoluciones son en definitiva momentos excepcionales. Comprenderlos exige atender también a esos prolongados periodos de estabilidad: para esto último, Lima y los valles de la costa central podrían ser un ejemplo adecuado. A ese tema terminé dedicando mi tesis de doctorado que, luego de algunas correcciones y añadidos, acabo de publicar con el titulo de Aristocracia y plebe (3) .

Estos textos sobre historia colonial tienen el ambicioso proyecto de retomar, con los instrumentos que hoy en día disponemos, un estilo de reflexión sobre la “realidad peruana” que inició José Carlos Mariátegui, para quien marxismo y sociedad andina no fueron términos incompatibles. Este propósito exigía previamente encontrar al intelectual, tenso y conflictivo, que se escondía tras el icono. El propósito no era citar o repetir, sino aventurarse más allá. Así, paralelamente a nuestra preocupación por la historia del pensamiento socialista peruano, la sociedad que los produjo. El resultado más importante fue un breve libro titulado La agonía de Mariátegui (4).

De una historia de los movimientos sociales que veía a sus protagonistas desde fuera, me fui acercando a una historia interesada precisamente en esos mismos protagonistas.

Fue el resultado indirecto de otra investigación: un ensayo de historia regional, destinado a comprender la dinámica del sur del Perú, desde el siglo XVIII hasta el siglo XX. Durante este largo periodo se define la hegemonía de una clase social establecida en la ciudad de Arequipa sobre los campesinos del altiplano puneño y las quebradas del Cusco. Pero el libro relataba la historia de la región que había triunfado, omitiendo otras historias: las posibilidades de región que se fueron quedando en el camino, las formas de organizar el espacio que proponía las capas medias de Puno, o las que habría favorecido a las economías campesinas de la zona. De haber tenido éxito un proyecto como el que enarboló en 1780 Túpac Amaru, otro hubiera sido el trazo del mapa del sur. Hacer la historia de los vencidos implica atender a esa historia que pudo ser. Me encuentro empeñado en esa tarea.


(1)Los mineros de la Cerro de Pasco, 1990-1930. Un intento de caracterización social. Obras Completas, Tomo 1
(2)véase Apogeo y crisis de la republica aristocrática, en el segundo volumen y Escritos 1972-1976 en el cuarto volumen.
(3)Aristocracia y plebe. Lima 1760-1830. Estructura de clases y sociedad colonial. En 1991 fue publicado nuevamente con el titulo que para el autor el pareció era mas apropiado La ciudad sumergida.
(4)La agonía de Mariátegui, segundo volumen.